<< Y, queriendo
hacer lo mismo con el cocinero, al que creía triturador de sus hijos, aquél se
arrojó a sus pies y le dijo: << ¡En verdad, señor, no merecería otra
plaza muerta por el servicio que te he prestado que un horno de brasas, no
merecería otra ayuda de costa que un palo detrás, no merecería otro pasatiempo
que el de retorcerme y encogerme en el fuego, no merecería otra ventaja que la
de mezclar las cenizas de un cocinero con las de una reina! ¡Pero no es ésta la
gran merced que espero por haberte salvado los hijos a despecho de aquella hiel
de perro, que los quería matar para devolver a tu cuerpo lo que era parte suya!
>>
El rey, que
oyó estas palabras, quedó fuera de sí y le parecía soñar, y no podía creer lo
que oían sus oídos. Luego, volviéndose hacia el cocinero, le dijo: << ¡Si
es verdad que has salvado a mis hijos, puedes estar seguro de que te exoneraré
de girar los espetones y que te meteré en la cocina de este pecho para que
gires como te plazca mis deseos, dándote un premio tal que te considerarás
feliz en el mundo! >>
Mientras el
rey decía estas palabras, la esposa del cocinero, que vio el apuro del marido,
llevó a Luna y a Sol ante su padre, que, poniéndose a tocar tresillos con su
mujer y sus hijos, hacía un molinete de besos ora con uno y ora con otro. Y,
tras entregar una buena propina al cocinero y nombrarlo gentil-hombre de
cámara, tomó a Talía por esposa, la cual disfrutó de larga vida con su marido y
con sus hijos, constatando después de todas sus vicisitudes que a quien Dios
bien quiere, durmiendo le llueven los bienes. >>
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